¿Merecemos los ciudadanos los políticos que tenemos?

Si España ha llegado hasta aquí con una clase política lastrada por carencias de gestión, ¿qué no podríamos lograr si todos —ciudadanía, partidos, instituciones, empresas— remáramos en la misma dirección?
Introducción: una pregunta que incomoda, pero que merece hacerse
Cuando el 72% de los españoles cree que los políticos no se preocupan por sus problemas, no estamos ante una percepción, estamos ante un fallo estructural del sistema democrático. Una democracia madura requiere autocrítica, y una ciudadanía informada, la capacidad de interpelar con serenidad a quienes la representan. En un clima político cada vez más polarizado y crispado, quizá sea el momento de formular una pregunta incómoda, pero necesaria: ¿merecemos los ciudadanos los políticos que tenemos?
No se trata de lanzar juicios morales ni de alimentar discursos antipolíticos, sino de analizar con honestidad si la clase política ha estado a la altura de los desafíos que plantea la gestión pública en el siglo XXI. Tampoco se trata de caer en el derrotismo o el cinismo, sino de preguntarnos qué parte del deterioro institucional se debe a fallos del sistema, a dinámicas culturales heredadas o incluso a nuestra propia pasividad como ciudadanos.
Según el último barómetro del CIS (abril de 2025), un 72,1% de los españoles cree que los políticos no se preocupan por los problemas de la gente. Transparency International, por su parte, sitúa a España en el puesto 36 de 180 países en su Índice de Percepción de la Corrupción (2024), un descenso sostenido respecto a años anteriores. ¿Qué está fallando? ¿Por qué tantos ciudadanos sienten que la política se ha alejado de la gestión real de sus problemas?
I. Diagnóstico sereno: de la política como poder a la política como gestión
Una desconexión creciente entre poder y servicio público
En la práctica cotidiana, muchos ciudadanos perciben que quienes ocupan cargos públicos dedican más esfuerzos a conservar el poder que a gestionar bien los recursos públicos. Esta percepción se basa no sólo en intuiciones, sino en hechos verificables: lentitud en la implementación de reformas, escasa evaluación de políticas públicas y una tendencia alarmante a priorizar la agenda partidista sobre la agenda pública.
Los gobiernos —en cualquiera de sus niveles— funcionan más como estructuras de propaganda que como engranajes eficaces de solución de problemas. Las decisiones se comunican pensando en el impacto electoral, no en su sostenibilidad o en su alineación con el interés general.
"La hipertrofia del marketing político —que ha sustituido el relato de gobierno por el electoral—, la ausencia de organismos como una Oficina Presupuestaria del Congreso como en otros países y la pérdida de la cultura del “servicio público”, casi ausente en la narrativa de partidos y medios, forman parte del escenario público habitual."
A esta disfunción se suma un actor silencioso cuya ausencia crítica agrava la situación: la sociedad civil. Su papel, esencial en cualquier democracia avanzada, sigue siendo débil, fragmentado o cooptado por dinámicas partidistas. La escasez de plataformas independientes de fiscalización, de asociaciones que promuevan una cultura de rendición de cuentas y de medios especializados en gobernanza impide que se genere una presión sostenida para exigir una política más orientada al servicio público. Sin una ciudadanía organizada, crítica y vigilante, la política corre el riesgo de recluirse en sí misma.
Uno de los síntomas más ilustrativos de esta desconexión es la ineficiencia con la que se gestionan muchas de las herramientas diseñadas precisamente para el progreso social y económico, como las subvenciones públicas. En lugar de ser palancas para la innovación, el emprendimiento o la cohesión territorial, a menudo se convierten en laberintos burocráticos, mal diseñados, lentos en su tramitación y opacos en sus criterios. El resultado es desalentador, muchas pequeñas y medianas empresas, organizaciones sociales o administraciones locales desisten de solicitarlas, o las gestionan con una carga administrativa desproporcionada. Se pierde así un enorme potencial transformador que, bien orientado y ejecutado, podría impulsar cambios estructurales en el tejido empresarial y social español.
La corrupción: un patrón recurrente, no una anécdota
España ha atravesado sucesivos escándalos de corrupción en casi todas sus legislaturas democráticas. Desde los GAL y Filesa en los años 90, hasta Gürtel, los ERE andaluces o la Operación Kitchen o lo que actualmente estamos viviendo, la sensación de impunidad ha erosionado la confianza pública.
Lo preocupante no es solo la existencia de casos aislados, sino la falta de mecanismos eficaces de prevención, sanción y aprendizaje institucional. La rendición de cuentas se aplica con cuentagotas, y la regeneración política muchas veces se limita a cambios estéticos o a una rotación de rostros, no de prácticas.
Una de las causas profundas de esta repetición cíclica es la escasa voluntad política de atacar el origen estructural de los problemas. Se actúa sobre los síntomas, no sobre las causas. No se reforman los procedimientos de contratación, no se refuerzan los mecanismos de control interno ni se dota de independencia real a los órganos fiscalizadores. Mientras las raíces del problema permanezcan intactas, los casos de corrupción seguirán reapareciendo con nuevas formas, pero con la misma lógica de impunidad.
Además, el fenómeno de las puertas giratorias entre política y grandes corporaciones, especialmente en sectores regulados como energía, finanzas o telecomunicaciones, alimenta la percepción de que el servicio público es usado como trampolín personal más que como compromiso con el bien común. Cuando exministros o altos cargos pasan sin solución de continuidad a consejos de administración de empresas a las que antes regulaban, se debilita gravemente la confianza ciudadana en la imparcialidad de las decisiones políticas. Esta práctica, apenas limitada en la legislación actual, requiere mecanismos mucho más exigentes: incompatibilidades efectivas, periodos de enfriamiento obligatorios y control independiente. La reiteración de estos fallos en casi todas las legislaturas democráticas lo demuestra.
Un debilitamiento estructural de la sociedad civil
La debilidad de la sociedad civil en España no es un fenómeno coyuntural, sino un problema estructural que requiere un diagnóstico más profundo. En primer lugar, persiste una baja cultura de participación ciudadana, alimentada por décadas de institucionalismo jerárquico, escasa educación cívica y desconfianza generalizada hacia los mecanismos de representación.
En segundo lugar, el ecosistema asociativo está altamente fragmentado, con un número elevado de entidades que operan sin coordinación, muchas veces con recursos precarios, agendas dispersas y sin capacidad real de incidencia pública.
En tercer lugar, una excesiva dependencia de subvenciones públicas ha debilitado la autonomía crítica de numerosas organizaciones, que priorizan su supervivencia administrativa por encima de su capacidad de fiscalización o movilización. Este vínculo económico con las instituciones reduce el margen de maniobra para ejercer presión o adoptar posturas independientes.
La regeneración democrática exige más que partidos renovados o instituciones reformadas: requiere una ciudadanía empoderada y organizada, con voz propia, autonomía económica y capacidad efectiva de influencia. Porque sin sociedad civil, no hay contrapoder. Y sin contrapoder, no hay democracia saludable.
Financiación de partidos: un sistema opaco y desincentivador de la competencia limpia
Aunque la ley de financiación de partidos (LO 8/2007, con actualizaciones LO 5/2012 y LO 3/2015) ha introducido mejoras, sigue habiendo una gran opacidad en el destino real de muchos fondos, especialmente en el ámbito autonómico y local. Las subvenciones públicas representan más del 80% de los ingresos de los partidos, lo que debilita su dependencia del ciudadano y reduce su incentivo para conectar con la sociedad.
Además, los controles del Tribunal de Cuentas son tardíos, poco ejecutivos y carecen de capacidad sancionadora real. Esto permite que las irregularidades se perpetúen sin consecuencias relevantes.
Retribuciones y talento político: ¿atraemos a los mejores perfiles?
Más allá de la cuantía de las retribuciones, la pregunta clave es si el sistema actual está diseñado para atraer y retener el talento que la política necesita. ¿Es hoy un incentivo suficiente convertirse en diputado, alcalde o ministro para un profesional altamente cualificado del sector privado o académico? ¿Se valora adecuadamente el mérito, la experiencia y la capacidad de gestión en la carrera política?
Aunque los salarios de los cargos públicos pueden parecer razonables en términos absolutos —un diputado con complementos puede superar los 85.000 euros anuales—, lo cierto es que el coste de oportunidad para quienes provienen de trayectorias exigentes suele ser alto, especialmente si el clima institucional está marcado por la crispación, la inestabilidad y la falta de reconocimiento.
El verdadero problema, sin embargo, no es solo salarial, sino sistémico: los partidos políticos no siempre actúan como organizaciones meritocráticas. Las listas cerradas, la lógica de fidelidad interna y la ausencia de mecanismos de promoción por competencia dificultan que perfiles brillantes y con visión transformadora puedan desarrollarse dentro del sistema. La carrera política depende, con demasiada frecuencia, de la lealtad al líder o al aparato, más que del desempeño o la capacidad de aportar valor a lo público.
Así, el resultado es doblemente empobrecedor, por un lado, se desalienta la entrada de nuevos talentos y por otro se perpetúan dinámicas de mediocridad y complacencia.
Tampoco existe una cultura institucional que premie la excelencia o penalice la ineficiencia. Muchos altos cargos se nombran por afinidad política, no por trayectoria técnica o mérito evaluable.
II. Propuestas: ni utopía ni resignación
En España somos especialmente hábiles para detectar fallos, criticar con ingenio y expresar nuestra frustración colectiva. Sin embargo, no siempre transformamos esa conciencia crítica en propuestas activas y sostenidas en el tiempo. La queja sin acción se convierte en resignación, y la resignación refuerza el statu quo.
Por eso, no basta con criticar. Es hora de proponer, y hacerlo con criterio técnico y viabilidad política. España necesita una renovación profunda en su gobernanza pública, basada en tres pilares: profesionalización, transparencia y cultura del resultado. Y para ello, es imprescindible rearmar a nuestra sociedad en valores y principios compartidos, desde la base educativa hasta las estructuras institucionales.
Una línea estratégica adicional consiste en legislar con mayor sensibilidad, menor profusión y mayor conexión con la realidad social. Las políticas públicas deben diseñarse escuchando activamente a los colectivos afectados, integrando su experiencia directa y sus propuestas en el proceso legislativo. Solo así se logrará una legislación más justa, realista y representativa. Para ello, es necesario institucionalizar mecanismos de participación deliberativa y consultas estructuradas previas a grandes reformas, garantizando que la voz de los ciudadanos no se escuche únicamente en las urnas, sino también en la fase de diseño normativo. Ni que decir tiene que el empleo de tecnologías en este campo nos aportará la rapidez que exigen los procesos.
Proponemos, por tanto, la figura del fiscal especializado en corrupción institucional, independiente del poder ejecutivo y un verdadero sistema nacional de integridad pública, un marco donde confluyan ética, transparencia, prevención de conflictos de interés y protección de denunciantes. Este deberá incluir una cláusula de compromiso con la “verdad pública”, que sancione la manipulación intencionada de datos o discursos desde el poder y será de firma obligatoria para todo cargo electo o designado.
Educar en principios éticos no es adoctrinar, sino formar ciudadanos conscientes de sus derechos y obligaciones, capaces de exigir a sus representantes lo mismo que esperan de sí mismos. Sin una ciudadanía educada en valores públicos, la regeneración democrática será siempre frágil.
1. Profesionalizar la política y la alta función pública
- Establecer criterios mínimos y homogéneos de formación, experiencia y desempeño para acceder a altos cargos públicos.
- Blindar las direcciones generales y áreas técnicas frente a cambios políticos, siguiendo el modelo de función pública directiva de países como Reino Unido u Holanda.
- Potenciar la figura del directivo público profesional, con retribuciones competitivas y evaluaciones periódicas de resultados.
- Crear una nueva narrativa sobre el valor del servicio público, para revalorizar la función de gobernar bien.
- Exigir resultados claros a cambio y comparar con el mundo privado para generar un contraste útil.
Además, es necesario rediseñar y profesionalizar la gestión de subvenciones públicas como herramienta estratégica de transformación. En este sentido, iniciativas que implementan tecnologías de gestión en el proceso, es un aspecto clave. Esta aproximación permite recuperar el sentido de las subvenciones como palanca de cambio, especialmente en sectores con alta capacidad tractora como la industria, la transformación digital, la innovación social o la transición energética.
Una política pública bien diseñada no solo distribuye fondos: crea capacidades, impulsa ecosistemas y genera impacto sostenible. Para lograrlo, hacen falta equipos técnicos cualificados, plataformas transparentes, inteligencia de datos y acompañamiento experto.
2. Crear indicadores públicos de gestión política
- Desarrollar cuadros de mando ciudadanos accesibles, con indicadores clave de desempeño por ministerio o consejería: cumplimiento de objetivos, tiempos medios de tramitación, impacto social de políticas.
- Integrar estos indicadores en el Portal de Transparencia, con actualización trimestral y lenguaje comprensible para la ciudadanía.
- Posibilidad de puntuaciones comparables por parte de la ciudadanía.
3. Nueva financiación de partidos: equidad, control y apertura
- Reducir progresivamente la financiación pública directa, sustituyéndola por incentivos fiscales al micromecenazgo (modelo alemán).
- Obligar a publicar en tiempo real todas las donaciones privadas, incluso las inferiores a 5.000 euros.
- Reforzar la independencia del Tribunal de Cuentas y dotarlo de capacidad sancionadora ágil, con auditorías externas obligatorias cada dos años.
- Recuperar la competencia interna en los partidos para que haya democracia interna real.
- Transparencia sobre los gastos en campañas digitales y redes sociales, donde se diluyen muchas irregularidades con baja trazabilidad.
4. Pactos estratégicos de Estado para políticas clave
- Impulsar acuerdos públicos entre los principales partidos con representación parlamentaria sobre cuestiones estructurales: educación, sanidad, justicia, transición ecológica, política exterior y digitalización.
- Establecer mecanismos de gobernanza compartida que permitan la continuidad y estabilidad de estas políticas, más allá del ciclo electoral.
- Reforzar el papel del Congreso como espacio de deliberación técnica y estratégica, con mayor protagonismo de comisiones permanentes mixtas.
- Crear un Consejo Estatal de Políticas Públicas Estratégicas, independiente y con presencia de expertos, para velar por la continuidad.
- Dar mayor visibilidad mediática y seguimiento técnico a estos pactos, con participación de sociedad civil.
Estos pactos, más allá de su valor simbólico, deben traducirse en compromisos operativos, con seguimiento público y mecanismos de evaluación. La política de Estado exige visión a largo plazo, generosidad institucional y voluntad real de anteponer el bien común a la ventaja partidista.
Existen referencias internacionales que demuestran la eficacia de este enfoque. En Alemania, el llamado "Konsensprinzip" ha permitido a lo largo de décadas establecer consensos duraderos en materia educativa y de política exterior, independientemente del color del gobierno. En los países nórdicos, los pactos interpartidarios sobre sanidad y pensiones han contribuido a una notable estabilidad institucional y a una alta confianza ciudadana. España puede y debe inspirarse en estas experiencias para garantizar la continuidad y calidad de sus políticas públicas más allá de la coyuntura.
5. Reforzar la sociedad civil como pilar democrático
Para revertir el debilitamiento estructural de la sociedad civil, es imprescindible impulsar un paquete coherente de políticas públicas orientadas a fortalecer su autonomía, capacidad de incidencia y sostenibilidad a largo plazo. Esta estrategia debe combinar medidas fiscales, regulatorias y tecnológicas que potencien un tejido asociativo más robusto, profesionalizado y comprometido con la rendición de cuentas. En concreto, proponemos:
- Incentivos fiscales al micromecenazgo ciudadano y empresarial
Introducir deducciones fiscales significativas para personas físicas y jurídicas que financien de forma regular organizaciones cívicas independientes, especialmente aquellas orientadas a la fiscalización del poder, la educación cívica o la participación pública. Este modelo, inspirado en experiencias como el alemán o el canadiense, permite diversificar las fuentes de financiación y reducir la dependencia de fondos públicos. - Un marco regulatorio más ágil y garantista
Simplificar los trámites de constitución, inscripción y operación de entidades cívicas no lucrativas, al tiempo que se refuerzan los estándares mínimos de transparencia y gobernanza interna. El objetivo es favorecer la creación de nuevas asociaciones y facilitar su profesionalización sin imponer cargas desproporcionadas que limiten su desarrollo. - Plataformas tecnológicas de participación ciudadana
Desarrollar y mantener infraestructuras digitales públicas, interoperables y seguras que permitan a los ciudadanos participar activamente en procesos deliberativos, consultas vinculantes o seguimiento de compromisos institucionales. Estas plataformas deben integrarse en el ecosistema de gobernanza pública y contar con garantías de accesibilidad y protección de datos. - Criterios de evaluación y priorización en subvenciones
Establecer sistemas de evaluación periódica para las entidades beneficiarias de subvenciones públicas, basados en criterios objetivos de impacto social, rendición de cuentas y representatividad. Se trata de priorizar aquellas organizaciones que acrediten una contribución real al fortalecimiento democrático y a la participación estructurada de la ciudadanía.
Estas medidas no deben entenderse como intervenciones aisladas, sino como parte de una estrategia integral de regeneración democrática, que reconozca a la sociedad civil como un actor clave para equilibrar el poder, vigilar a las instituciones y canalizar de forma constructiva la energía crítica de la ciudadanía. Solo así podremos aspirar a un sistema más sano, justo y representativo.
Entre la indignación estéril y la esperanza exigente
Quizá deberíamos preguntarnos: ¿Cómo podemos construir un sistema donde los mejores quieran y puedan servir desde la política?
No se trata de exigir héroes ni tecnócratas sin alma. Se trata de reconstruir el puente entre la ciudadanía y sus representantes, de devolver a la política su sentido original de servicio y de asumir que todos —políticos, profesionales, periodistas, ciudadanos— tenemos un rol que jugar.
Conviene, sin embargo, no perder de vista que, a pesar de todo, España sigue siendo un país en crecimiento, dinámico, resiliente. No por la brillantez de sus gobernantes, sino por la tenacidad diaria de millones de ciudadanos que levantan el país cada día. Entre ellos, destacan los empresarios y emprendedores, que en contextos de incertidumbre y excesiva carga burocrática siguen generando empleo, innovación y riqueza social. Esa España que no espera a que las cosas cambien, sino que las cambia desde su trabajo, merece ser reconocida y protegida.
La buena política no es un milagro, es un sistema bien diseñado. Y la dignidad de la gestión pública no se recupera con discursos, sino con estructuras que premien el trabajo bien hecho y expongan el que no lo está. Apostar por esa regeneración no es ingenuo; es profundamente necesario.
Porque al final, sí, quizá tengamos los políticos que el sistema permite, pero podemos —y debemos— aspirar a algo mucho mejor. La pregunta final es inevitable: si España ha llegado hasta aquí con una clase política lastrada por carencias de gestión, ¿qué no podríamos lograr si todos —ciudadanía, partidos, instituciones, empresas— remáramos en la misma dirección?
La política no se arregla sola. Pero cuando la ciudadanía exige, el sistema responde. Siempre ha sido así. Siempre podrá serlo.
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